Comentario
Frente al abigarrado y dividido mosaico de instancias políticas diversas, apenas si funcionaba algún organismo común que pudiera representar a todas, aunque sólo fuera un esbozo de gobierno central. La figura del emperador aparecía como la cúspide simbólica de todo el entramado imperial. Su designación no venía por línea hereditaria, sino que estaba en función de la decisión que tomaran los siete príncipes electores cada vez que se debía escoger un nuevo emperador. No obstante, desde el nombramiento de Alberto II de Austria (1438-1439), la elección imperial se vinculaba a la Casa de los Habsburgo.
La otra institución básica existente era la Dieta o "Reichstag", que debía ser el complemento adecuado para la correcta dirección del Gobierno imperial, pero su mayor interés fue el de representar la defensa de las llamadas libertades germánicas (que no eran otra cosa que los derechos y privilegios de que gozaban las muchas circunscripciones autónomas que componían el conjunto imperial) frente a las posibles intromisiones y afanes centralizadores del emperador. La Dieta la componían tres cámaras separadas: la de los príncipes electores, la de los príncipes territoriales de menor categoría, incluidos los prelados y otras dignidades eclesiásticas, y la de las ciudades. No tenía una sede fija, no mostraba operatividad en sus reuniones ya que las disputas internas, las rivalidades entre sus componentes y los intereses contrapuestos de los en ella representados hacían muy difícil que se tomaran decisiones en firme y que pudieran aplicarse en la práctica. Al contrario de lo que estaba ocurriendo en Francia, España o Inglaterra, en el seno del Imperio germánico no surgió una estructura de poder unitario, con tendencia hacia el absolutismo, sino que por el contrario se mantuvieron en vigor los viejos poderes medievales, disgregadores e independientes.
La descomposición imperial pudo comprobarse con toda nitidez durante la larga etapa de Federico III de Estiria (1440-1493). Fue precisamente por entonces cuando, inspiradas mayormente por el arzobispo de Maguncia, se plantearon algunas reformas que intentaban hacer funcionar y dinamizar el caótico y debilitado entramado imperial, aunque sólo fuera sobre la base de que se aceptase una paz territorial que acabase con los enfrentamientos que tan frecuentemente se producían entre los Estados imperiales, la formación de una especie de órgano superior de justicia que arbitrase en los conflictos entre partes litigantes, y a ser posible la utilización de una moneda común, que junto a la creación de un impuesto general, dotara a la Administración imperial de recursos propios y de mayores posibilidades de actuación.
Estas propuestas apenas si saldrían adelante, iniciándose algunas con muchas dificultades, olvidándose otras. Así, respecto al que se podría haber llamado Tribunal Supremo, se logró aprobar en la Dieta reunida en Worms (1495), ya en la etapa de Maximiliano I, la formación de una Cámara Imperial de justicia que al empezar su actuación lograría apaciguar, momentáneamente, las luchas entre los señores interviniendo en los casos importantes de litigio. Menor éxito tuvo la aplicación del subsidio general para financiar el ejército imperial, acordándose como mal menor la sustitución del impuesto por una matrícula (número determinado de posibles combatientes), que estaría en función de los recursos de las distintas zonas.
Un logro de Federico III cara a una mayor estabilidad política, que a la vez serviría para reforzar el continuismo de la dinastía reinante, fue el que se reconociera, estando él todavía vivo y ejerciendo el poder, a su hijo como rey de romanos, lo que venía a convertir casi en hereditaria la sucesión. También cabe en su haber el lograr realizar una hábil política matrimonial, al casar a su hijo Maximiliano con María de Borgoña, con lo que se unían a los Estados patrimoniales de los Habsburgo (Austria, Estiria, Carintia, Carniola, Tirol y parte de Alsacia) los territorios de los Países Bajos, Luxemburgo, Artois y el Franco Condado, acumulándose así una buena parte de lo que en el futuro serían las posesiones del Imperio de Carlos V, que se aumentarían posteriormente como resultado de la continuación por la dinastía austriaca de la exitosa táctica de enlaces nupciales, cuyos inmediatos protagonistas iban a ser Felipe, el hijo de Maximiliano, y Juana, una de las hijas de los Reyes Católicos, de cuya unión matrimonial nacería el príncipe Carlos, destinado a heredar el inmenso patrimonio poseído por las casas reales de Habsburgo, Borgoña y Trastámara, que constituiría el soporte fundamental de su inmenso dominio territorial.
Pero antes de llegarse a tal situación, el organismo imperial pasó por serios apuros. Perdido el poder soberano central desde la concesión de la "Bula de Oro" en favor de la autonomía ,jurisdiccional de los grandes y medianos señores, el desinterés mostrado hacia las cuestiones del Imperio por Federico III, volcado a su vez hacia la defensa de sus intereses patrimoniales austriacos, no hizo más que agudizar este deterioro, reflejado en los abundantes conflictos que se siguieron dando entre los diversos poderes locales, luchas internas motivadas por las ambiciones personales, por los roces jurisdiccionales y, en última instancia, por la ausencia de una autoridad superior, soberana y con control efectivo sobre las enfrentadas instancias feudales. Esta descomposición se plasmó dentro del Imperio con la proclamación de algunas Monarquías de corte nacionalista, casos de Hungría y de Bohemia, detectándose asimismo en la cada vez más amenazante penetración turca sobre las tierras imperiales.